lunes, 16 de junio de 2008

Cuentos, cuentos...

Es raro escribir un cuento. La pregunta que más me hacia era cómo debia empezar y cómo debia terminar. En unos de los cuentos ya sabía cómo quería concluir, aunque no signifique que me salga de la mejor manera. En otros cuentos, me iban saliendo las cosas a medida que escribía. Cosa contraria hay que hacer según Cassany, quién afirma que hay que planificar, redactar, examinar y reformular los objetivos, ir explorando el texto para plantearse, a través de todo el escrito, problemas continuamente.
Me acuerdo que había leído que Cortázar escribía a medida que iba produciendo el cuento, en cambio, Borges, ya lo tenía totalmente pensado. No sé cuál será la mejor manera para afrontar una narración, pero así cómo hay infinidades de formas de presentarlo, hay infinidades de personalidades para componerlo, revisarlo y leerlo. Ahora ya no se trataba de un simple “introducción, nudo y desenlace” sino que encerraba montones de cosas que hacían a la narración. Me explico: la forma en que era contada la hacían más o menos entretenida y recién en el final uno podía descubrir la historia secreta, es decir, la narración toma sentido en el final.





Este es un fragmento de uno de mis cuentos preferidos:

" Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas. "

Carta a una señorita en París
Julio Cortázar

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